México.- Por Jorge Javier Romero. Hasta hace un par de años las voces que planteábamos la necesidad de cambiar el enfoque mundial con el que desde al menos hace cuatro décadas se ha enfrentado el tema de las drogas éramos claramente minoritarias. Desde que en 1969 el presidente Nixon (foto) le declaró la guerra a las drogas y decidió empeñarse en un combate frontal contra el tráfico de toda substancia psicotrópica que no fuera el alcohol (o las drogas de prescripción médica), América Latina se ha enredado en una espiral de violencia con saldos catastróficos para sus Estados, sus sociedades y sus economías.
El empeño en perseguir la oferta en lugar de incidir en la demanda con información, prevención y tratamiento para los consumos peligrosos y las adicciones, ha dejado un reguero de corrupción, descomposición social y muerte en regiones enteras, mientras el consumo se mantenía estable, las cárceles se llenaban —tanto en Estados Unidos como en muchos países del mundo— de consumidores que no había hecho ningún daño a terceros o de pequeños traficantes muchas veces obligados por su propia adicción, mientras los problemas de salud se agravaban por la clandestinidad: adulteraciones letales, enfermedades de transmisión venérea por la jeringuillas compartidas —VIH, hepatitis C—, adictos alejados de los servicios de salud por la estigmatización de su consumo…
Desde el punto de vista económico, la posibilidad de los Estados de desaparecer un mercado con demanda estable o creciente por medio de la restricción radical de la oferta resulta un despropósito, pues los incentivos para satisfacer la demanda son altos y las ganancias potenciales de retar a la prohibición son ingentes, lo que provee a los especialistas en mercados clandestinos de rentas extraordinarias con las cuales armarse para enfrentar a los cuerpos de seguridad del Estado, corromper a los encargados de la aplicación de la prohibición y mantener una red de distribución eficaz que, empero, no tiene criterios de calidad o escrúpulos para llevar sus productos a niños o adolescentes. El mercado de las drogas existe y está regulado, pero por los delincuentes, en lugar de que sea el Estado el que ponga las reglas específicas con base en criterios sanitarios y de seguridad.
De los saldos de la prohibición se desprende la primera razón por la que se debe cambiar de estrategia para enfrentar el asunto de las drogas: se debe legalizar no porque las drogas sean buenas —el tema de los diversos grados de peligrosidad de las sustancias hoy prohibidas debe ser tratado aparte— sino porque la prohibición ha demostrado ser muy mala estrategia, pues no resuelve el problema de acceso a las sustancias, mientras que provoca muchos más males que los que pretende evitar. La necesidad de buscar opciones de política distintas parte, así, de la constatación de que como política pública la prohibición ha sido un fracaso completo.
Sin embargo, la idea de legalizar las drogas y someterlas a regímenes específicos de regulación, de acuerdo con sus grados particulares de peligrosidad individual y social y a las características de su producción y mercado, encuentra todavía hoy múltiples detractores, muchos por ignorancia y prejuicios, otros por salvaguardar intereses propios. Entre las agencias encargadas de perseguir el tráfico, la oposición a un cambio de estrategia se entiende por el fenómeno característico de los procesos de cambio institucional que siempre encuentran sus principales obstáculos en aquellos actores que han generado simbiosis con el marco de reglas del juego establecidas, fundamentalmente porque sacan provecho de las consecuencias distributivas de las instituciones vigentes o porque temen convertirse en superfluos en un marco regulatorio distinto.
Donde sorprende la oposición es entre aquellas agencias encargadas de abordar las consecuencias de salud del consumo de drogas. En el caso concreto de nuestro país, que el Comisionado Nacional contra las Adicciones se aferre al prohibicionismo resulta irracional, pues con un cambio de política su agencia resultaría beneficiada en su presupuesto, en la medida en que cualquier cambio de estrategia enfocaría la acción estatal a la prevención; sin embargo, el doctor Cano Valle prefiere que su trabajo lo siga haciendo la policía, en lugar de aspirar a tener más recursos para investigación de estrategias eficaces de prevención de los consumos peligrosos y para la expansión de sus programas de atención.
Por Jorge Javier Romero
Fuente Etcetera