En pocos años, N.Y., una ciudad con una de las legislaciones más duras contra la droga en general y el consumo de marihuana en particular, está a punto de girar ciento ochenta grados hacia la tolerancia.
M. Cuomo, gobernador del Estado, se plantea permitir en breve, mediante una medida ejecutiva, el consumo de marihuana para uso terapéutico –afectados por el cáncer, glaucoma, etc.– así como su venta en establecimientos legalmente autorizados. El alcalde de la ciudad, Bill de Blasio, se ha alineado inmediatamente con la propuesta. Ambos esperan contentar a sus bases electorales, después de haber llevado adelante otras propuestas, como la autorización de matrimonios del mismo sexo o la limitación del uso de armas de fuego (especialmente de armas de asalto (tras la matanza de Newtown). El hecho es que, según una encuesta del Siena College, de mayo pasado, el 82% de los neoyorkinos aprobaría la medida.
Hay que recordar que la Ley Rockefeller, que venía rigiendo en N.Y. desde la década de los ochenta, aunque suavizada en 2009, establecía penas de más de quince años de prisión a quienes se le encontrara en posesión de 115 gramos de la sustancia en cuestión. Pero algo está cambiando en los últimos tiempos, como claramente indican las regulaciones de otros estados, como Colorado (en que el consumo de marihuana es libre) o California (donde se prescribe con fines terapéuticos, como la dolencia de espalda), además de otros territorios del entorno de N.Y. Se ha abierto, pues, la Caja de Pandora.
Y digo Caja de Pandora porque es de esperar airadas críticas de parte de los que creen que hay que emplear mano dura contra los que hacen uso de su libertad, tanto sean homosexuales, mujeres que desean interrumpir su embarazo, o contra quienes consumen drogas (con la notable excepción de los que hacen uso de armas) y eso en un país que hace gala de ser patria de las libertades.
La libertad de consumo de marihuana se puede presentar como una cuestión de alcance moral –en la que caben múltiples pareceres– pero es ante todo una cuestión política que debe atender a razones de utilidad, al tiempo que a los límites de la acción del Estado como protector de la salud pública.
Una avalancha de datos demuestra que las medidas represivas son un monumental fracaso: EE UU es el país con más «criminales» del mundo (25% de la población reclusa total del planeta, en su mayoría negros, cuando sólo cuenta con menos del 5% de la población total), de los que la mitad están relacionado con el tráfico y consumo de marihuana. El 10% de los impuestos que se pagan en California van a parar a la represión del tráfico y consumo de marihuana. Cientos de miles de millones de dólares se gastan todos los años en gestionar la represión, en prisiones repletas, en policía y justicia, además de los gastos sanitarios que conlleva.
Muchos se preguntan si no sería mejor que todos estos recursos se destinaran, entre otras cosas, a la prevención y rehabilitación de las personas que lo necesiten. Los efectos en la salud debido al consumo de marihuana son infinitamente menores que los estragos que produce el consumo de alcohol o la ingesta de comida basura.
Algunas personas mal informadas tratan de poner en relación las medidas que surgen aquí y allá, en el contexto norteamericano, con la oportunidad de negocio que se les presenta a los dueños de los dispensarios (a los que, ciertamente, el negocio no les vendría nada mal). Deberían de tener en cuenta que los mayores defensores de la prohibición son los propios traficantes, conjuntamente con no pocas autoridades asociadas al tráfico, que se benefician de un mercado negro que arroja beneficios fabulosos, capaces de alimentar mercados globales y corromper a cualquiera, potenciando la criminalidad.
Los norteamericanos tienen memoria de lo que sucedió en la época de la prohibición del alcohol. Tan mortíferos fueron los efectos de la prohibición en la sociedad y en las instituciones de ese país, que se apresuraron a derogar una enmienda constitucional que lo prohibía. Ahora la opinión pública está mucho más sensibilizada y los pasos que se dan van acompañados de la convicción de que hay que poner fin a una política hipócrita, que ni resuelve problemas individuales o colectivos, ni permite un mejor control y regulación del consumo, ni respeta la libertad individual. Por José Asensi Sabater
Fuente Diario Informacion