Por Quim Monzó.
No pasa ni un año sin que de nuevo salte la noticia de que Shakespeare podría haber sido consumidor de marihuana. En esta ocasión el motivo es que un antropólogo sudafricano –Francis Thackeray, de la Universidad de Witwatersrand, en Johannesburgo– ha pedido permiso para abrir la tumba del escritor inglés y hacer pruebas que le permitan determinar de qué murió y, ya puestos, qué fumaba. Para saber todo eso necesitan su esqueleto: sobre todo, su dentadura, pero también uñas y pelo. Thackeray detecta en los textos de Shakespeare referencias ambiguas, y una alusión a la “famosa hierba” muy sospechosa. En una anterior investigación suya sobre Shakespeare, encontró evidencias de marihuana (y residuos de cocaína) en unas pipas halladas en el jardín del escritor.
Le darán permiso, claro está; el antropólogo husmeará lo que le apetezca y, si no descubre nada espectacular, el asunto volverá a quedar enterrado. En el 2012, de nuevo aparecerá como noticia, y así década tras década. También entonces repetiremos que muchos personajes que la buena gente mira con admiración consumían sustancias ahora ilegales. Antes de salir en los billetes de un dólar, George Washington fumaba habitualmente marihuana, por ejemplo. Pero, como hablábamos de Shakespeare, nos ceñiremos a la literatura, un territorio poblado por individuos –los llamados escritores– que desde el principio de los tiempos se han dedicado a alimentar sus cerebros con sustancias tóxicas. Edgar Allan Poe, William Faulkner y Ernest Hemingway bebían más que el mismísimo Don Draper.Phillip K. Dick tomaba anfetaminas, en concreto semoxidrina. Allen Ginsberg, ácidos.Antonin Artaud y Aldous Huxley, mezcalina, igual que Ken Kesey, que escribió Alguien voló sobre el nido del cuco bajo su efecto. Kesey alternaba la mezcalina con el ácido y el hachís. En cambio, Jean-Paul Sartre la compaginaba con las anfetaminas, y su rastro (el de las anfetas) es evidente en La náusea, sobre todo en la percepción resbaladiza que de los objetos tiene Antoine Roquentin. Quienes también se dedicaban al hachís (pero no a las anfetas, ni al ácido, evidentemente), eran Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. El opio queda hoy como más antiguo, pero a él se aplicaron con tesón Thomas de Quincey, Samuel Taylor Coleridge y Jean Cocteau. A la cocaína, Stephen King y Robert Louis Stevenson, que escribió El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde encocado y en un pispás. A la marihuana, Thomas Pynchon y William Burroughs. Este último sólo la usaba para corregir textos, porque en la vida diaria, lo suyo era el caballo. Lo de Jack Kerouac, en cambio, era la benzedrina, además de la marihuana y, por supuesto, el alcohol. ¿Y Hunter S. Thompson? Pues, Hunter S. Thomson, de todo: marihuana, éter, cocaína, mezcalina, ácido… Al lado de perillanes como esos, Shakespeare era un aprendiz.
Con modelos así, no me extraña que las campañas publicitarias que los gobiernos organizan para fomentar la lectura entre los jóvenes sean siempre horrorosas. Para mí que lo hacen a posta, para mantenerlos alejados del peligro
Fuente LaVanguardiaMagazine
One Response
Me parece muy interesante, unos buenos escritores,poetas..
junto con una buena droga, la mezcla perfecta, toda la gente importante de nuestro tiempo pasado han consumido todo tipo de drogas.. Me parece interesante el saber que lo que estudiamos ahora tenga esa relación con la marihuana, mi apoyo a la marihuana!