En la competencia mundial que se libra desde hace más de cien años, Portugal está logrando un triunfo que pocos conocen. Me refiero a los avances que ha logrado ese país en la lucha contra las drogas iniciada formalmente por la Convención Internacional del Opio aprobada en La Haya en 1912.
En aquella ocasión, los representantes de 13 países (sí, trece), acordaron “realizar sus mejores esfuerzos para controlar, o para incitar al control, de todas las personas que fabriquen, importen, vendan, distribuyan y exporten morfina, cocaína, y sus respectivos derivados, así como los respectivos locales donde esas personas ejercen esa industria o comercio”. Allá se dio inicio a un equívoco al que los demás países fueron adhiriéndose paulatinamente: el de considerar a las drogas como las culpables de los problemas sociales y psicológicos de las personas.
Esa concepción ha guiado desde entonces las políticas contra las drogas, sin que las evidencias científicas la apoyaran y a pesar de que la práctica fuera demostrando que, en lugar de resolverse, los problemas aumentaban. A las adicciones que se esperaba combatir se le sumaron los problemas de mercado negro en la producción y el tráfico de drogas, delincuencia y marginalidad de los adictos, violencia por parte de las organizaciones criminales formadas en la competencia por el control del narcotráfico, corrupción en los organismos públicos obligados a enfrentar estos problemas sin recursos suficientes, además del desvío de fondos fiscales para sostener la creciente burocracia represiva, a pesar de las enormes necesidades de mejora de los servicios públicos en casi todos los países.
Ha sido muy difícil para los países recuperar algo de soberanía en esta campaña mundial que, además, era justificada con un discurso que tenía la fuerza de un chantaje moral. En Holanda se toleró el consumo de marihuana y hachís, en Suiza se experimentó con la entrega gratuita de heroína a los adictos, en varias ciudades europeas se experimentó con el intercambio de jeringas para reducir el contagio del sida y en varios países productores se apeló a la defensa de las tradiciones culturales para defender cultivos prohibidos internacionalmente. Esas experiencias han servido para sostener algunas reformas como las que han sido aprobadas hace poco sobre la marihuana en los estados de Colorado y Washington, e incluso en el Uruguay.
Pero pocos países fueron tan audaces como Portugal, que ya en el 2001 descriminalizó la posesión de cualquier droga que fuera de uso o consumo personal. Quienes se oponían a esa política vaticinaron un gran aumento del consumo y la adicción, asegurando que en muy corto tiempo Portugal caería bajo control de redes de narcotraficantes basadas en el consumo masivo.
Nada de eso ocurrió. Por el contrario, se logró reducir significativamente la difusión del sida y la cantidad de muertes asociadas al consumo excesivo, así como el número de delitos y, más importante aún, la de población encarcelada.
La descriminalización significa que en Portugal no es un delito tener drogas, pero todavía es una transgresión que conlleva riesgo de sanciones administrativas: multas o trabajo comunitario por ejemplo. Los adictos son alentados a buscar tratamiento pero no son obligados a ello por los “tribunales” que tratan estos temas, que son integrados sobre todo por profesionales de salud.
A más de 10 años de esta reforma ya se puede comprobar que las tasas de consumo de drogas no han aumentado y se mantienen por debajo de la mayor parte de los países de Europa, e incluso han bajado entre los jóvenes, que suelen ser los más atraídos por “el fruto prohibido”. La prevalencia anual en Portugal es del 7 por ciento en jóvenes de 15 a 24 años, mientras que en Italia es del 22 por ciento. La cantidad de personas contagiadas con sida ha bajado de 1.016 a 56 al año entre 2001 y 2012. También ha bajado la cantidad de muertes directamente asociadas al consumo de drogas, de 80 a 16 en el mismo periodo.
La descriminalización del consumo (y del tráfico pequeño, ya que en los hechos es imposible distinguirlos), bajó la cantidad de detenidos por la Policía y, en consecuencia, también disminuyó la proporción de la población encarcelada por temas de drogas, del 44 al 21 por ciento. Esto liberó fuerzas policiales y judiciales para tareas más urgentes de prevención del delito, incluyendo por supuesto la represión a las grandes mafias de narcotraficantes, las que seguirán existiendo mientras se mantenga la prohibición internacional de producir y comercializar drogas. Estos datos provienen de un resumen recientemente publicado por la Fundación británica para Transformar la Política Antidrogas (Transform Drug policy Foundation), que además proporciona las fuentes específicas para cada uno de los datos.
En todo caso, los logros de Portugal en los 13 años que lleva de vigencia esta política son ya comprobados. Por supuesto, no son definitivos y podrían ser afectados si se dieran cambios bruscos en la política o en las asignaciones presupuestarias. Mientras tanto, los demás países deberían analizar con más detenimiento victorias como la portuguesa, que se basan en algo tan sencillo como recordar que los problemas no están en las drogas sino en las personas, en nuestras relaciones y en las instituciones que creamos. Si algo nos enseñan estos 102 años de prohibicionismo es que desviar nuestros problemas hacia los objetos y las cosas no los resuelve, más bien los agrava.
Por Roberto Laserna
Fuente Los Tiempos