El avance de la industria del cannabis en Colombia es muy alentador pero, en su camino, va cercando otras libertades individuales.
Así lo cuenta una columna del periodista Thierry Ways publicada en el diario El Tiempo, en el que aclara:
“Nada logramos legalizando la marihuana cuando la principal industria criminal se llama cocaína”.
Bienvenido el debate en el Congreso sobre la legalización del cannabis, pero que no nos distraiga de otro debate más importante, el de la legalización de las drogas en general.
En los últimos años, el mundo ha dado un giro con respecto a la prohibición de la marihuana.
Muchas jurisdicciones permiten su uso medicinal o incluso recreativo.
Canadá, Uruguay y varios estados de Estados Unidos han dado el salto.
Los principales argumentos a favor de la legalización son, primero, que el cannabis tiene usos farmacéuticos legítimos.
La prohibición les niega esa alternativa de tratamiento a pacientes que se podrían beneficiar de ella.
Segundo, que la legalización deshace, de la noche a la mañana, los negocios ilícitos de cultivo, producción y distribución de la droga, que son criminalmente lucrativos precisamente porque son ilegales.
Sin prohibición, las mafias pierden su poder corruptor y se reduce la delincuencia.
Casi 50 por ciento de los reos federales en las prisiones de Estados Unidos están condenados por delitos derivados de la ilicitud del consumo de drogas.
Puestos en una balanza, los males causados por la prohibición –mafias, violencia, corrupción, etc.– son más dañinos que los causados por el consumo.
Colombia conoce mejor que nadie el influjo devastador del dinero del narco, que corrompió a la sociedad hasta el tuétano, definió el curso del conflicto armado, envileció la democracia, infiltró la Constitución y tuvo al país al borde de la inviabilidad.
Aún hoy es un factor central detrás del asesinato de muchos líderes sociales.
La prohibición ha demostrado ser una fuerza demoniaca que solo trae muerte y degradación.
Legalizar el cannabis es un paso en la dirección correcta, pero no basta con la inocente ‘maracachafa’, cuyo uso, por cierto, está hoy prácticamente normalizado.
Pero la legalización del cannabis no soluciona nada de eso, pues no es la producción, venta y consumo de marihuana lo que financia nuestras mafias y grupos armados.
En materia de violencia y corrupción, nada logramos legalizando la marihuana cuando la principal industria criminal del país se llama cocaína.
Y lo que es peor, los argumentos que promueven la legalización del cannabis pueden alejar una eventual legalización o despenalización de la cocaína.
Se afirma, por ejemplo, que la marihuana es menos dañina para el organismo que otros productos que son legales, como el alcohol y el cigarrillo. Es verdad.
Pero el mensaje de que se debe permitir el consumo de una sustancia por su relativa benignidad es problemático, pues lo que necesitamos es aceptar el consumo de sustancias a pesar de que hacen daño, no únicamente cuando no lo hacen o lo hacen poco.
De lo contrario, no atacamos el problema de fondo.
Es cierto que todas las drogas son potencialmente dañinas para el cuerpo.
Pero hoy en día, tras décadas de sangre y corrupción, está claro que el perjuicio social de prohibirlas es mayor.
Ese cálculo utilitario debería bastar para levantar la prohibición, aunque debo mencionar también la razón más elemental para hacerlo: que todo adulto hecho y derecho debería ser libre de consumir lo que bien le parezca.
Es cierto, también, que este es un asunto internacional.
Una legalización unilateral de una nación periférica como Colombia sería infructuosa, por irrelevante.
Lo que sí podemos hacer es liderar un clamor mundial por un cambio de política.
Ningún país tiene más autoridad moral que Colombia para hacerlo.
Ninguno ha puesto tantos muertos como el nuestro por cada línea de ‘perico’ que esnifó algún bienpensante consumidor del primer mundo.
Legalizar el cannabis es un paso en la dirección correcta, pero no basta con la inocente ‘maracachafa’, cuyo uso, por cierto, está hoy prácticamente normalizado.
No basta con permitir las drogas ‘blandas’, hay que tener el coraje de legalizar también las ‘duras’.
Sería el comienzo, el único posible, ese sí, de una paz estable y verdadera.