La ley uruguaya de 2013 ha marcado un antes y un después en la historia universal del cannabis, y seguro que así lo contarán los libros de historia dentro de 50 o 100 años.
Sin embargo, ese desarrollo no ocurrió en los aspectos medicinales del cannabis y el cañamo industrial y así lo recuerda Diego Olivera, ex presidente del Ircca, el instituto que regula la actividad cannábica, en una columna publicada en La Diaria, donde describe “los sinuosos caminos del cannabis medicinal en Uruguay”.
Es un hecho conocido que el debate sobre la regulación del cannabis en Uruguay estuvo centrado en torno a la temática de la seguridad pública y el control de la violencia asociada al narcotráfico.
También, aunque secundariamente, abordó los impactos sobre la salud que produce el uso no medicinal de cannabis, o para este caso la marihuana.
Sin embargo, la ley aprobada no desconoció los potenciales usos medicinales, científicos e industriales de la planta y sus compuestos, incluyendo disposiciones que cometen al Poder Ejecutivo reglamentar las formas de producción y acceso para estos fines.
A partir de la aprobación de esta ley, Uruguay transitó un sinuoso camino hacia la construcción de un marco regulatorio específico para una actividad prácticamente inexistente y con escasos antecedentes en la región y el mundo, como es el cultivo y la industrialización profesional del cannabis y sus compuestos con fines medicinales.
Ese camino incluyó la redacción y aprobación de un decreto reglamentario en 2015, la creación y puesta en funcionamiento de un instituto regulatorio competente en la materia, y últimamente, el debate y aprobación de una nueva ley que amplía las disposiciones referidas a este ámbito de actividad.
En este caso, con foco en los mecanismos para apoyar el desarrollo del sector productivo así como garantizar el acceso de los pacientes a los productos indicados por el personal médico.
Mucho puede decirse de ese proceso. Un sector de actividad no se crea de la noche a la mañana a partir de la aprobación de una ley, sino que requiere múltiples acciones en los ámbitos de la administración pública y del sector privado.
Necesita también un proceso de aprendizaje que involucra el cambio cultural y la acumulación de conocimiento, especialmente en tanto refiere a una sustancia como el cannabis, que ha estado, durante décadas, concebida a partir de un conjunto de preconceptos alejados de la mejor evidencia científica.
Aunque el marco regulatorio cambie, hay ciertos esquemas de pensamiento y de trabajo que permanecen apegados a los principios y visiones prohibicionistas.
Como no podía ser de otra forma, no fue un camino lineal ni exento de tensiones.
No todos nos adaptamos al cambio al mismo tiempo, ni todas las agencias estatales tienen, de acuerdo a su estructura y sus capacidades, la posibilidad de avanzar al mismo ritmo.
Pero además, aunque el marco regulatorio cambie, hay ciertos esquemas de pensamiento y de trabajo que permanecen apegados a los principios y visiones prohibicionistas, algunos de ellos al amparo de una regulación internacional que se ha mantenido básicamente incambiada.
A partir de este nuevo escenario regulatorio y a pesar de lo sinuoso del proceso, se constituyó una economía que moviliza una base de 800 empleos y que ha canalizado inversiones por montos que superan los 100 millones de dólares.
Hay un importante conglomerado de empresas que desarrollan actividades productivas al amparo de licencias otorgadas por el Instituto de Regulación y Control del Cannabis (Ircca) y de permisos para el cultivo y cosecha del cáñamo expedidos por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP).
A su vez, ya se extendieron 18 licencias de investigación científica que cubren tanto la producción de ciencia básica como la de conocimiento aplicado a la industria.
Sin descuidar la salud, se debe procurar no entorpecer el desarrollo de las actividades productivas que generan agregación de valor, empleo e inversión.
Las agencias sanitarias que no manejan adecuadamente este balance producen obstáculos para el desarrollo, desestimulan la actividad productiva y privan a la población del acceso a productos que pueden mejorar su bienestar.
Pero además, provocan otro efecto muy inconveniente: empujan la producción y la distribución de esos productos a los canales informales o eventualmente ilícitos, pudiendo suscitar la paradoja de que un sistema creado para combatir ese tipo de actividad termine por crear un nuevo mercado irregular.
Uruguay tiene aquí un problema a atender.
ATRASO
Cabe preguntarse entonces por qué Uruguay, que cuenta con una legislación de avanzada en la materia, se mantiene en una situación de desarrollo promisorio pero aún acotado.
Una buena parte de la respuesta hay que buscarla en la dinámica de trabajo que ha tenido nuestra principal agencia sanitaria, que a falta de una institución independiente especializada en alimentos y medicamentos, es el propio Ministerio de Salud Pública, que no ha tenido una práctica institucional clara en el tema.
No ha llevado adelante ninguna acción sistemática en su interna, asimilable por ejemplo a los programas sobre usos médicos del cannabis que se han desarrollado en otras jurisdicciones, y ha participado de forma muy limitada en los espacios interinstitucionales que se convocaron en la materia.
Pero además, ha tenido una posición adversa a la participación en ámbitos de diálogo con la sociedad civil, la academia y el sistema político al respecto, situación esta que generó una gran confusión en cuanto a las expectativas en el conjunto de actores que se mueven en torno al nuevo mercado, instalando la idea de que Uruguay cuenta con una ley avanzada pero mantiene una posición muy refractaria en su autoridad sanitaria.
Mientras tanto, el mercado se desarrolla sin un marco institucional claro.
FOMENTO AL MERCADO NEGRO
A estas directivas se arriba considerando dos premisas: uno, que los sistemas de cannabis medicinal generan un riesgo de desvío de los pacientes hacia el uso problemático de la sustancia; y dos, que la evaluación de la evidencia disponible sobre potenciales riesgos y beneficios no permite avanzar sin afectar la salud pública.
Quienes hablan en este documento son agencias de control de sustancias, tanto de nivel internacional como local, que pretenden imponer un marco sumamente restrictivo, aun yendo en un sentido contrario a las últimas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud y de buena parte de los profesionales médicos que entienden que sí están dadas las condiciones para avanzar con seguridad mientras se sigue incrementando la actividad científica en la materia.
El presente artículo no pretende discutir el punto en términos de las ciencias biomédicas; para ello contamos con múltiples profesionales expertos que seguramente añadirán sus consideraciones.
Pero sí apunta a señalar las notorias inconsistencias que en el terreno de la producción y los usos medicinales han dificultado el avance de un muy importante sector de la regulación del cannabis y la economía nacional.
Estamos transitando un tiempo político clave, en el que quedan aún muchas incógnitas por develarse.
Especialmente, en breve vamos a saber si esta política pública se ha convertido efectivamente en una política de Estado que trasciende las banderas partidarias.
De concretarse esto, sería beneficioso para Uruguay contar con un diálogo más abierto y fluido entre la academia, las instituciones médicas, el sector productivo, los grupos de pacientes y los organismos estatales, con la finalidad de acordar y fijar reglas de juego claras.
De lo contrario, seguiremos ensanchando la grieta que, entre los impactos socioeconómicos y la dinámica del aparato regulatorio, produjo el control de las sustancias psicoactivas durante la era prohibicionista.