Una revolución verde atraviesa los Estados Unidos. ¿Puede el negocio de la marihuana ayudar a revertir la crisis del país más poderoso del mundo?
“Hay un pescador que vende cangrejos frescos directamente de su barco, con un porrito encendido que le cuelga de la boca.”
Si uno pasa tiempo suficiente en el Triángulo Esmeralda -una zona del norte de California que comprende los vecinos condados de Mendocino, Humboldt y Trinity-, probablemente note algunas cosas. Hay un pescador que vende cangrejos frescos directamente de su barco, con un porrito encendido que le cuelga de la boca. Hay un jingle de la radio local cuyo estribillo dice: “¡Caer preso es una mierda!” (es el aviso de un estudio jurídico que se especializa en sacar gente de la cárcel y lo pasan justo después del de un negocio que vende artículos para hacer cultivos hidropónicos). Si uno está en el Triángulo en octubre, cuando empieza la temporada de cosecha en el hemisferio norte, quizá vea gente al lado de la banquina con letreros pintados en cartón que dicen busco trabajo, o con apenas un dibujo hecho a mano de unas tijeras. Uno quizás escuche que la gente de la zona les dice a los billetes de cien “veinte Humboldts” y que se queja de lo caro que está todo, o que usan el verbo “volar” para indicar que un helicóptero de la DEA sobrevoló su propiedad (“nos volaron varias veces este verano, así que sabíamos que se nos venía una redada”). En algún momento tal vez el celular deje de funcionar, y uno verá cómo la ruta de dos carriles se cubre de oscuridad al ingresar en un bosque de secuoyas, y cómo el auto pareciera hacerse más pequeño al pasar junto a los enormes árboles de ese bosque antiquísimo, y cómo ese negocio que vende souvenirs del Abominable Hombre de las Nieves empieza a parecer el último bastión de la civilización. Si uno sigue avanzando, internándose en el corazón de las montañas, en algún momento llegará a la casa de Vic Tobias.
Tobias se dedica al cultivo de marihuana, y hoy está teniendo un día muy difícil. No sabe a ciencia cierta si el agua se le congeló en las cañerías o si éstas se rompieron, pero la cosa es que hace un par de días que no tiene agua en la casa. La suerte quiso que esto coincidiera con la presencia de visitantes, compradores de otra parte que querían conocer a productores locales que estuvieran buscando vender parte de su producción. Tobias se ha estado esforzando mucho para concretar las reuniones, un proceso muy delicado en una parte del país donde las caras nuevas no suelen ser recibidas con la proverbial hospitalidad pueblerina, y donde se considera una torpeza (como me dijo uno de los productores) darle tu verdadero nombre al repartidor de pizza. Sin embargo, lo que es más urgente, Tobias tiene 45 plantas de marihuana florecidas que debe cosechar antes de mañana a la mañana, si es que quiere cumplir con los pedidos que le hicieron. Son casi las doce de la noche, y está levantado desde el amanecer.
Hace unos años, trabajar en esta parte del país significaba dedicarse a la actividad forestal o a la pesca, aunque con el agotamiento de los recursos naturales, ninguna de esas dos industrias ha tenido últimamente un gran impacto en la vida de la zona. Gente con aspiraciones contraculturales empezó a llegar desde el Area de la Bahía a fines de los años 60, atraída no sólo por el espectacular paisaje, sino también por su lejanía. Dicho desplazamiento, como era de esperarse, se prestó a la creación de una nueva fuente de trabajo: la producción de marihuana. En el breve pero preciso relato histórico que hace Tobias, “los hippies se fueron a la India, trajeron semillas de contrabando metidas en el culo y vinieron para acá”. En realidad, por lo general, las traían de Afganistán, pero la idea es la misma. Con un origen tan humilde como el de Hollywood (Cecil B. DeMille filmó su primera película en una caballeriza) o el de Silicon Valley (Steve Jobs inventó la computadora personal en su garaje), nació una industria enorme y típicamente californiana.
Gracias a la ambigua redacción de la Propuesta 215, el plebiscito de 1996 que permitió la posesión y el cultivo (pero no la distribución ni la venta) de marihuana con fines médicos en California, el negocio de la marihuana ha crecido exponencialmente a lo largo de la última década. La mayor parte de la marihuana con fines médicos de California se vende a través de dispensarios: algunos, en ciudades como Oakland, son lugares enormes que reciben a cientos e incluso miles de pacientes por día, mientras que en Los Angeles los negocios dedicados a la venta de productos asociados a la marihuana -hay más de mil, según estimaciones- se han colado en pequeños shopping centers y en las áreas comerciales de toda la ciudad. Esto ha avergonzado tanto a la municipalidad de Los Angeles que, en enero, aprobó una ordenanza que podría reducir el número de estos establecimientos a 70.
Dicho esto, según algunos cálculos, el cultivo anual de marihuana en todo el estado produce beneficios por aproximadamente 14.000 millones de dólares, “dejando chiquito”, según una nota que sacó hace poco la Associated Press, “a cualquier otro sector agrícola del país”.
En su momento, el hecho de que el electorado de California aprobara la Propuesta 215 pareció algo coherente, sobre todo viniendo de la misma gente que había creado la Cientología. Pero ahora que la economía se encuentra inmersa en una grave crisis, y que millones de estadounidenses se han visto forzados a repensar su forma de vida, está cobrando cada vez más fuerza la idea de que el país ya no puede permitirse sostener la prohibición de larga data que pesa sobre la marihuana, la idea -por primera vez desde los años 70- de que la marihuana podría despenalizarse en varios estados, e incluso legalizarse por completo. Catorce estados ya han aprobado la marihuana con fines médicos y otros catorce tienen alguna ley relativa a la marihuana esperando ser aprobada. Y eso no incluye a Massachusetts, que el año pasado despenalizó efectivamente el consumo de marihuana con fines recreativos, penando la tenencia de hasta 30 gramos con una multa de 100 dólares. En el ámbito nacional, un economista de Harvard calculó que legalizar la marihuana le ahorraría al gobierno 13.000 millones de dólares anuales en gastos derivados de la prohibición (incluyendo salarios policiales y cárceles), y podría generar 7.000 millones anuales si se la gravara, un argumento de peso en un momento en que las municipalidades se están viendo obligadas a recortar gastos y puestos de trabajo. “En los últimos años, la gente había interpretado la legalización de la marihuana como una forma de libertinaje: para ellos, significaba darle un espaldarazo, y permitir que se saliera de control”, señala Ethan Nadelmann, el fundador de la Drug Policy Alliance Network, un grupo sin fines de lucro dedicado a terminar con la “guerra contra las drogas”. “Ahora, cada vez más gente la interpreta en términos de impuestos y regulaciones.”
A esto vine al Triángulo Esmeralda: a vivir, de primera mano, este momento único y transformador en la historia de lo que ha sido hasta ahora una cultura subterránea, refugio y a la vez lugar de pertenencia para una extraña mezcla de delincuentes principistas y dealers de los de siempre, marginales voluntarios y tipos muy pesados que andan de caño, cada uno de los cuales está teniendo que adaptar sus propias habilidades a un panorama jurídico y económico cambiante. El grueso del cultivo de marihuana en California lo realizan productores como Vic Tobias y sus vecinos; un estudio reciente, encargado por el condado de Mendocino, afirma que el porro equivale a dos tercios de la economía local. De hecho, el año pasado, la llamada “fiebre verde” dio lugar a tal incremento del número de productores en California que hubo consecuencias negativas: una sobreabundancia del producto. Un artículo aparecido recientemente en el Anderson Valley Advertiser, un diario de la zona, señala: “La oferta creció enormemente, los precios -en el caso de que uno sea capaz de conseguir un comprador- bajaron muchísimo, y una suerte de desesperación está asolando las colinas del norte del condado de Mendocino a medida que los dueños de la tierra y los productores se vuelven los unos contra los otros, mientras bandas despiadadas de usurpadores atraviesan las lodosas rutas de ripio, de Branscomb a Spy Rock, y de allí a Alderpoint, pasando por todos los lugares intermedios”.
Me encuentro con Tobias en el pueblo más cercano al lugar donde vive -que, sin embargo, queda a 45 minutos de su casa- luego de atravesar un camino muy escarpado. (Para proteger su identidad, Vic Tobias no es su nombre verdadero.) “Lo que tenés que entender acá es que todo el mundo está metido en esto de alguna manera. todo el mundo, ¿eh?”, me cuenta Tobias mientras caminamos por la calle principal de ese pueblito. “¿Ves ese pibe?”, dice, y saluda con la cabeza a un tipo de veintipico con gorrita de béisbol. “Te puedo asegurar que ese pibe planta. ¿Y ves a esa abuelita?” Señala con los ojos a una mujer canosa de aspecto amable y suéter navideño rojo, que tiene un bebé en brazos. “Para mí, ella se dedica a limpiar cogollos, o si no, tiene gente que le trabaja la tierra. Acá todo el mundo se rige por la ley de los promedios: el 90 por ciento cultiva; al uno por ciento lo agarran.” Tobias cultiva marihuana desde mediados de los 90. Tiene treinta y largos, y hoy lleva puestas unas botas completamente embarradas y un overol. Al principio, cuando vivía en otra parte de la costa oeste, el porro que cultivaba era casi todo para él. Un hobby, como fabricar cerveza casera. Trabajaba en una oficina y vendía lo que le quedaba. Pero descubrió que tenía talento para eso, y un día se mudó al Triángulo Esmeralda para dedicarse profesionalmente a su hobby.
Gana bien, aunque tampoco tan bien, con lo que se ubica en la parte media de la pirámide de ingresos del Triángulo: gana más que la madre soltera que tiene diez o veinte plantas en el patio para hacerse unos manguitos extra, pero no está ni cerca de los peces gordos, que por lo general tienen vínculos con alguna forma de crimen organizado, y producen en escala masiva. (La plantación más grande de la que se tenga memoria en los últimos tiempos fue descubierta en 2007, cuando las autoridades del condado de Humboldt descubrieron la friolera de 135 mil plantas en un área recóndita de un bosque que era propiedad de una empresa forestal. No hubo detenciones, pero las autoridades declararon que la evidencia hallada en la escena del crimen apuntaba a los carteles mexicanos.)
Sin embargo, un productor muy trabajador con ambiciones modestas puede ocuparse él solito de una plantación que funcione todo el año: al aire libre en verano, y a puertas cerradas durante las otras estaciones, gracias al cultivo hidropónico. La plantación que tiene Tobias en este momento en interiores, unas doscientas plantas, está en un largo cobertizo sin ventanas que dividió en dos sectores, uno con y uno sin luz, que va alternando cada doce horas. Las 45 plantas que va a cosechar esta noche deberían rendir unos dos kilos y cuarto de porro, lo cual equivaldría a unos 20 mil dólares.
Cuando entramos en el cobertizo donde tiene las plantas, al principio la luz nos ciega. El lugar está atestado de plantas de distintas alturas. Las más altas nos llegan hasta el pecho. Cada una tiene su propio baldecito negro, en el que desembocan unos tubos serpenteantes que vienen de cuatro toneles de plástico que contienen una solución de nutrientes. Del techo bajo penden hileras de tubos de luz, cubiertos por pantallas plateadas, como las lámparas que cuelgan sobre las mesas de pool; cuatro ventiladores en la pared oscilan lentamente, para mantener fresco el lugar. Las paredes son blancas y reflectantes, lo cual le confiere al lugar un brillo que encandila, y con todos esos tubos y esos cables, parece el set de una película de ciencia ficción. Las instalaciones más modestas hacen pensar en una nave espacial salida de una película de Ed Wood. La de Tobias, en cambio, es ciento por ciento Kubrick: la versión de los 60 de un futuro brillante y estéril.
Las plantas son frondosas y fragantes, y llenan el ambiente con un tufo a almizcle de invernadero. Los cogollos más grandes, del tamaño de un puño, están dispuestos en una fila más cercana a las luces, recargando los tallos. Una especie de mosquitero evita que se doblen. Tobias, después de ponerse unos anteojos oscuros, se mete debajo del mosquitero y comienza a podar las plantas que están listas para la cosecha: usa una tijera en la base y manipula delicadamente la parte superior entre los hilos. Quiere evitar, en lo posible, tocar los cogollos, en especial los tricomas (o “cristales”), que parecen pelitos y que contienen la mayor parte del THC (tetrahidrocannabinol, el principio activo del cannabis). “Es una estrategia de venta”, cuenta. “Nunca tocada por manos humanas.” Ahora, uno por uno, me va pasando los tallos. Meto todos los que puedo en un tubo de plástico, mientras las manos y la ropa rápidamente se me llenan de una resina pegajosa.
Luego de llenar tubos con dos docenas de plantas, los llevamos al camión de Tobias. El cielo nocturno está despejado y tachonado de estrellas. “Ahí está el Cinturón de Orión, ¿lo ves?”, me dice señalando con el dedo la constelación. Luego vamos en el camión a otra casa de su propiedad, que parece abandonada desde hace tiempo. En vez de cortinas, viejos edredones cubren las ventanas. Adentro, hay una tenue luz en la cocina, y en un iPod conectado a un equipo de música suena la banda Oysterhead. El socio de Tobias está trabajando en una prensa de mesa, que usa para armar ladrillos. De tanto en tanto, hace una pausa para fumarse un par de secas de un fasito (de la variedad Mendocino Beauty, cruzada con Willie Nelson).
Llevamos la marihuana a otra habitación, donde hay varios alambres que cuelgan de pared a pared, como un tendedero. Con una tijera, cortamos las plantas en ramitas y las colgamos boca abajo de los alambres, donde se secarán por unos días, momento en el cual Tobias contratará un equipo de limpiadores (que cobran unos 225 dólares el medio kilo limpio) para cultivar los valiosos cogollos. Limpiar cogollos es una tarea tediosa y complicada, pero potencialmente lucrativa: un buen limpiador puede sacar más o menos un kilo por día; de todos modos, muchos de ellos toman marihuana en parte de pago por sus servicios. Esta noche, para facilitarles el trabajo, cortamos todas las hojas que podemos. A esta actividad se le llama “deshojado”. Luego de veinte minutos, el piso de baldosas rojas se cubre de una alfombra verde y amarilla. Cuando terminamos, Tobias agarra una escoba y barre metódicamente las hojas, como un peluquero barre el piso después de cortar el pelo.
Una vez que la marihuana está lista para su comercialización, Tobias se la vende a un intermediario, que a su vez la transporta a una ciudad más grande, donde encuentra otro comprador: o bien un dispensario de marihuana con fines médicos, o un dealer callejero. Como muchos pequeños empresarios ambiciosos, Tobias trabaja casi todo el tiempo. La profesión que eligió es muy ardua y estresante, y obviamente muy peligrosa. Están las típicas preocupaciones de todo agricultor por el éxito de su cosecha, la amenaza constante de que caiga una redada y además el peligro de que te roben, que se te metan en tu propiedad o que te ataque una pandilla de motoqueros. Considerando que hace tiempo que Tobias se dedica a esto, hubo años malísimos en que perdió casi todo, y casi queda en la calle: algunas plantas se murieron y otras hubo que cortarlas para evitar engorros con la ley.
Y ahora, como los trabajadores de todos los demás sectores de la economía, desde las plantas automotrices hasta las grandes cadenas de supermercados, Tobias se ve forzado a repensar su lugar en el mercado. En el caso de la marihuana, el problema no es la nueva tecnología, ni la globalización, ni la recesión, sino el cambio en la opinión pública. Como tantas otras cuestiones que en el pasado dividieron a la población -como los homosexuales en el Ejército, para tomar el ejemplo más reciente-, el halo de sordidez que tenía la marihuana parece estar perdiendo eficacia como elemento de presión política. Robert Mikos, un profesor de Derecho de la Vanderbilt University que ha escrito mucho sobre el derecho de cada estado a ignorar la prohibición federal que pesa sobre la marihuana, dice que los experimentos que están teniendo lugar en California y otras partes con la marihuana con fines médicos han allanado el camino para continuar con la despenalización. Han permitido que la gente comprobara que “todas las cosas terribles que habían predicho los gobiernos de Clinton y Bush finalmente no sucedieron”, dice Mikos. “No fue el fin del mundo.”
La cruzada por la legalización ha cobrado un carácter más urgente en los últimos meses, gracias a la debacle económica. Antes, por supuesto, había muchísimos argumentos morales en favor de una reforma política en la materia: desde el dinero que se gasta en la prohibición, pasando por las vidas que se arruinan de la gente que es condenada absurdamente a la cárcel, hasta la hipocresía de prohibir una sustancia que no es más dañina que el alcohol, el tabaco o muchos medicamentos que se venden bajo receta. Pero en comparación con cuestiones como los derechos civiles o las guerras injustas libradas en el extranjero, protestar por el derecho de estar fumado siempre había parecido algo más bien frívolo; incluso para una persona con ideas progresistas que fuma porro, escuchar a un chabón hablar de cómo la bandera original de los Estados Unidos y la Biblia de Gutenberg y la pipa de Abe Lincoln estaban hechas de cáñamo puede ser tan embolante como un sermón contra las drogas. Mikos no creyó que la opinión pública estuviera a favor de la “legalización recreativa generalizada” hasta el año pasado. “Lo que inclinó la balanza -especifica- fue que la gente se dio cuenta de que se puede ganar mucha plata con eso.”
La debacle económica, con sus oscuras implicancias, ha enfatizado el hecho de que sacar la marihuana del mercado negro y ponerla en el de los productos orgánicos podría ser de gran ayuda para las deprimidas economías estatales. Es cierto que el presidente Obama, a la hora de promocionar su nueva economía verde, ha evitado hasta el momento hacer mención a esta otra -y no tan nueva- economía verde. Pero algunos políticos están empezando a hacerlo. El gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, anunció el año pasado que “es hora de debatir” la legalización de la marihuana, antes de que apareciera el informe que revelaba que la despenalización podría otorgarle a California beneficios anuales por 1.400 millones de dólares. (Schwarzenegger se diferencia de los otros gobernadores en que no sólo fumó porro con Tommy Chong, sino que también, cuando un paparazzo que lo acechaba con una cámara de video le preguntó al respecto, le sonrió y exclamó: “¡Siempre la pasamos bien!”.)
En los próximos meses, los activistas de California van a dar un nuevo e importante paso en su lucha, tras haber recolectado 700 mil firmas para que en noviembre se realice un plebiscito para legalizar completamente la marihuana. Tom Ammiano, un asambleísta estatal de San Francisco que comenzó su carrera política militando por los derechos de los homosexuales -hace de sí mismo en la película de Gus Van Sant de 2008, Milk-, ha presentado su propio proyecto de legalización en la legislatura estatal. “El clima político cambió mucho en Sacramento en el transcurso del año pasado”, explica Ammiano. “Si hubiéramos votado en los pasillos, se habría aprobado de una. Uno escuchaba a los republicanos decir: «¡Sí! ¡Metámosle un impuesto! ¡Si yo fumo!». Bueh, ¿por qué no te fumás uno ahora y votás a favor de mi proyecto?”
Ammiano se ríe y luego prosigue. “Obviamente, el tema ha cobrado un atractivo que quizás anteriormente no tenía. La gente ve que cierran escuelas, que dan licencias obligatorias, que reducen la cobertura del seguro de salud, y después se percata de que hay una industria que reporta 14 mil millones de dólares y que no paga impuestos ni está regulada. Así que ahora que el viejo y querido capitalismo tomó cartas en el asunto, todo está saliendo a pedir de boca. En los 70, teníamos un término llamado «convergencia armónica». Se lo conté a alguien de veintipico, y me dijo: «Loco, ¿de qué estás hablando?». Significa que todos los astros se alinean. La cosa empieza a parecer inevitable.”
Lo que complica las cosas es el panorama jurídico, que se ha vuelto cada vez más surrealista. La marihuana sigue siendo ilegal en el ámbito federal, aunque en ciertos estados es legal comprarla con receta para consumo medicinal, si bien es ilegal cultivarla. En California, esto significa que los productores y los dueños de los dispensarios, que supuestamente no tendrían que estar obteniendo ganancias, ni siquiera vendiendo marihuana, siguen trabajando en una especie de laguna jurídica. Mientras tanto, los verdaderos pacientes pueden tener marihuana, pero a menudo no tienen manera de obtenerla legalmente.
Si California legaliza la marihuana y esto produce los réditos económicos esperados, ¿se apresurarán los otros estados a buscar su parte del botín impositivo derivado de la actividad pecaminosa, como ha ocurrido con los casinos? ¿Cuánto podría derrumbarse el precio de la marihuana si se la legaliza? ¿Cuántos impuestos debería pagar? Si se establecen gravámenes muy elevados, ¿seguiría funcionando un mercado negro paralelo? ¿Por qué ese mercado negro -en particular las pandillas y clubes de motoqueros que tradicionalmente han obtenido grandes beneficios del negocio del porro- habría de cederle tan fácilmente este mercado a algún yuppie dueño de un dispensario? Olvídense de los Hells Angels y de la mafia: ¿qué pasa si se mete Philip Morris y se queda con todo?
¿Y qué va a pasar con los productores como Tobias? Como están las cosas, él piensa que va a ser capaz de adaptarse a la nueva legislación, pero cree que el aumento de la competencia lo va a perjudicar. Uno de los amigos de Tobias, otro productor de larga data, me dice, enojado: “Nosotros somos los que tuvimos que afrontar todos los riesgos, y ahora nos van a sacar de circulación”.
De todas maneras, el éxito económico de los productores de marihuana del Triángulo Esmeralda, por más que se trate de un pequeño nicho, constituye un relato típicamente estadounidense en el que el clásico pragmatismo de frontera se encarna en el más puro espíritu capitalista. Y en un momento de profunda incertidumbre económica, quizás habría que prestarle atención a este tipo de éxito. Mientras que en el pasado la marihuana barata y producida en gran escala que venía de México y de Sudamérica dominaba el mercado estadounidense, actualmente la mitad de la marihuana que se vende es de alta calidad y producida en el país. En parte, esto tiene que ver con el endurecimiento de la política de fronteras luego del 11 de septiembre, lo cual dificulta el contrabando de marihuana en grandes cantidades. Por el contrario, como señaló el Washington Post el año pasado, los cogollos caseros en general son producidos por “pequeños emprendedores que laboriosamente instalan invernaderos y jardines cerrados para producir la mercancía más potente y costosa que los consumidores demandan en la actualidad”.
Si uno se pone a pensar, esto es bastante impresionante: el triunfo de la calidad sobre la chatarra producida en masa; y todavía más: ¡esta vez la chatarra no la producimos nosotros! El cultivo de marihuana es exactamente el tipo de trabajo laborioso que exige cierta calificación y que cualquier otra industria (legal) habría tercerizado radicándose en México hace mucho. Pero su propia ilegalidad ha blindado a esta actividad contra el nafta. En un momento en que el desempleo se ubica cerca de los dos dígitos, y que tanto la industria pesada como la granja familiar han desaparecido hace tanto tiempo que el solo hecho de recordarlas constituye un flagrante anacronismo; en un momento en que Estados Unidos ya no fabrica nada, bueno, al menos producimos faso de altísima calidad. Y somos muy, pero muy buenos en eso.
Una noche helada de enero, en un anodino centro de oficinas suburbano en Southfield, Michigan, apenas saliendo de Detroit, unos veinticinco alumnos se preparan para comenzar una clase para adultos. Tres de ellos -los hermanos Eric y Jerry Boyajian y su amigo Jon Goodwin- manejaron tres horas desde Benton Harbor, un pueblo rural en la otra punta del estado. “Es la primera vez que me dan ganas de pisar un aula”, bromea Goodwin, al tiempo que se sienta en una silla frente a una de las largas mesas del aula. Este flaquito de 37 años, que tiene puesta una remera gris sobre una camiseta térmica de mangas largas, es plomero de oficio. Los Boyajian tienen una relojería. Los tres han visto caer en picada sus respectivos negocios, así como los del resto de Benton Harbor: en un mes han cerrado sus puertas dos negocios del pueblo, un local que hacía carteles y un viejo restaurante italiano. Jerry Boyajian, un grandote de 39 años que tiene puesta una gorrita con el logo de Ford, me lleva a un costado y, bajando el tono, me dice: “Nunca habíamos hecho algo como esto. Pero la economía está tan mal que estoy ganando la mitad de lo que ganaba. Así que nos pusimos a pensar: «¿Cómo hacemos para meternos en esto?»”.
Con “esto” se refiere a la producción y a la distribución de marihuana, que ahora son actividades legales en Michigan, luego de que el 63 por ciento del electorado aprobara en 2008 una ley que autoriza a un paciente con una recomendación válida de un médico a cultivar su propia marihuana, con un límite de doce plantas. Además, los pacientes pueden obtener su remedio de manos de un proveedor autorizado, con licencia otorgada por el estado, que puede cultivar para sí mismo y para otros cinco pacientes. El estado de Michigan se ha visto inundado con pedidos de licencias para cultivar marihuana con fines médicos: desde abril de 2009 ha habido cerca de 14 mil pedidos, lo que equivale a unos 75 por día. Dado que la tasa de desempleo de Michigan, casi del 15 por ciento, sigue siendo la más alta del país -en Detroit, algunas estimaciones incluso han ubicado la cifra en un asombroso 50 por ciento-, muchos residentes ven en el cultivo de marihuana una de las pocas actividades en crecimiento de una calamitosa economía estatal.
Acá es donde entra en juego el Med Grow Cannabis College. Según su sitio web, “es la primera universidad de Michigan dedicada a la marihuana con fines médicos”. Med Grow sigue el modelo de la exitosísima Oaksterdam University de Oakland, California: el plan de esta carrera de seis semanas, que tiene un costo de 475 dólares, incluye materias como Cocción y Concentrados e Historia del Cannabis, y entre sus profesores se cuentan médicos, abogados y un profesor de horticultura de apellido Nature. La única lectura obligatoria es Cervantes – no el autor del Quijote sino Jorge Cervantes, que escribió Marijuana Horticulture: The Indoor/ Outdoor Medical Grower’s Bible [horticultura de la marihuana: la biblia del cultivador médico de interior y exterior]. Desde su apertura en septiembre pasado, su matrícula ha sido de unos cien alumnos por mes.
Med Grow fue fundada por Nick Tennant, un flaquito de 24 años con cara de nene que tiene puesta una camisa de vestir debajo de un suéter a rombos y está sentado detrás de un escritorio semivacío; da la sensación de que su propia silla de ejecutivo está a punto de tragárselo, y parece un chico jugando a ser el capitán Kirk en la oficina de su padre, un empleado de General Motors. “Quise meterme en una industria emergente -dice-, algo que fuera más viable que el service automotor.” Si bien dice que nunca fue un gran fumador de marihuana, Tennant vio en el modelo de Oaksterdam una oportunidad. “Es mejor que la sociedad estimule microeconomías de escala”, dice.
Han surgido emprendimientos similares en todos los estados del país que autorizan el cultivo de marihuana con fines médicos. En diciembre, Ganja Gourmet, el autoproclamado “primer restaurante gourmet especializado en marihuana” de Estados Unidos, donde se pueden pedir cosas como una pizza de cannabis que cuesta 89 dólares, abrió sus puertas en la ciudad de Denver; Breckenridge, un pueblo de esquiadores en Colorado, fue un paso más allá, con la esperanza de atraer turistas, y en noviembre pasado legalizó la posesión de hasta 30 gramos de marihuana.
Las distintas leyes estatales que regulan la marihuana con fines médicos pueden resultar muy confusas para el común de la gente. Según un principio jurídico llamado “prohibición de coerción”, el gobierno federal no puede obligar a un estado a implementar leyes federales. Pero hasta a los partidarios de la legalización debería irritarles la deshonestidad intelectual que a veces tiene lugar en el marco del debate en torno al uso de marihuana con fines médicos. Pocos objetarían dicho uso por parte de pacientes con cáncer o SIDA. Pero todo el mundo sabe que la abrumadora mayoría de la gente de California que recibe recomendaciones para utilizar marihuana con fines médicos la fuma con un ánimo tan medicinal como el de los personajes de los cuentos de Cheever al tomarse tres martinis extrasecos en el vagón comedor de las 6.15. Ha surgido una pequeña industria de médicos que se especializan en escribir recomendaciones para el consumo de marihuana con fines medicinales; luego de pagar una tarifa fija -usualmente, alrededor de los 200 dólares-, hasta el más vago malestar (estrés, insomnio, dolores articulares) lo hace a uno acreedor de una tarjeta para comprar marihuana con fines medicinales, válida por un año. (Para un estado tan obsesionado con el cuidado de la salud como California, nunca vi tanta gente en perfecto estado físico de veintipico y treintipico quejándose de algún dolor de espalda crónico o de náuseas.)
En términos estratégicos, la legalización de la marihuana con fines medicinales ha demostrado ser una jugada brillante para quienes pretenden reformar la legislación del país en materia de drogas. “La marihuana con fines medicinales ha transformado la imagen del consumidor de marihuana, de un pibe de 17 años con rastas rubias a una persona de mediana edad con una enfermedad real”, afirma Nadelmann, de la Drug Policy Alliance. “Permitió que la gente empezara a hablar seriamente sobre el tema, en vez de reírse de la marihuana y decir que es un puente hacia otras drogas. Ayudó de verdad a cambiar el debate.”
Una tarde en Detroit, visito a John Sinclair, el poeta y ex manager de los MC5, además de un activista histórico pro porro. A Sinclair lo detuvieron con bombos y platillos en 1969 por posesión de dos porros y lo condenaron a diez años de prisión. En 1971, Sinclair todavía estaba preso, así que sus partidarios organizaron una protesta masiva en Ann Arbor llamada Ten for Two, de la que participaron John Lennon y Yoko Ono, Stevie Wonder y Allen Ginsberg. “En los tribunales, habíamos argumentado que la marihuana no era un narcótico, y que mi sentencia había sido exagerada y cruel”, me cuenta Sinclair, que ahora tiene 68 años. “Sin embargo, después del concierto, las autoridades dijeron: «¿Qué mierda estamos haciendo? ¿Los Beatles vienen a protestar por este tipo?». A los tres días estaba afuera.”
Sinclair y Holice P. Wood, su extrovertido socio, piensan abrir la primera cooperativa del porro de Detroit. Se va a llamar Trans-Love Energies, en honor a la comuna que Sinclair fundó en Detroit con otras personas en los años 60. “Legalizar el porro sería una forma viable de salvar la ciudad”, dice Wood. “Detroit es un lugar donde hasta la gente que tiene un trabajo de verdad tiene algún tipo de curro. Y ahora la mayor parte de la gente perdió su trabajo.”
Mientras que estados como Michigan siguen ajustando los parámetros de su cambiante legislación, tanto los residentes como los políticos seguramente dirigirán sus miradas al oeste, al experimento californiano con la marihuana con fines medicinales -que ya lleva catorce años-, buscando encontrar alguna clase de precedente; o, en el caso de Los Angeles, una historia que sirva de advertencia. Extrañamente, no hay registros oficiales sobre el número de dispensarios de Los Angeles. Pero su cifra se ha incrementado drásticamente, de 186 en 2007 (cuando la Municipalidad -que había pasado años evitando por completo el tema- les puso una moratoria ineficaz en la práctica a los nuevos dispensarios) a un número que hoy oscila entre los 800 y los 1000. La mayoría de ellos abrió en los últimos doce meses.
A pesar de los excesos, conocer de cerca algunos aspectos del boom de los dispensarios de marihuana angelinos deja una sensación, en términos generales, de civilidad. Uno de los mejores argumentos de quienes proponen una política progresista en materia de drogas ha sido el éxito de Farmacy, una pequeña cadena de dispensarios de Los Angeles fundada por Joanna LaForce. Los locales de LaForce, una farmacéutica con licencia que cuenta con amplia experiencia en hospicios y geriátricos, se parecen más a esos exclusivos almacenes de comida naturista que a esos negocios medio sórdidos que venden artículos relacionados con la marihuana. Los locales, ubicados en Venice Beach, son luminosos y abiertos, y pasan música de Ella Fitzgerald; la mayor parte del espacio la ocupan productos como tés chinos en hierbas, dentífricos orgánicos y morrales tejidos del Himalaya. Si uno les presenta su tarjeta de autorización para consumir cannabis a los empleados que están detrás del mostrador, éstos le ofrecerán un menú plastificado, con variedades como Sour Goat y Skywalker OG, y responderán cualquier posible inquietud acerca de sus efectos. Los precios van de los 25 a los 85 dólares por tres gramos y medio. Además, hay una gran variedad de alimentos que contienen cannabis, entre los cuales se cuentan seis gustos de helado, un tubito de pesto (65 dólares), unas mentitas con chocolate tuneadas (15), y para el porrero ABC1 que lo tiene todo, una botella muy elegante de aceite de oliva (199 dólares).
A unas pocas cuadras de Farmacy, por el coqueto boulevard Abbot Kinney, se encuentra 99 High Art Collective, un nuevo dispensario que parece más bien un centro cultural y comunitario hippie. El lugar es supuestamente una galería que se especializa en “artistas con estados elevados de conciencia”: el día que voy, hay una muestra de un artista peruano que pinta escenas selváticas psicodélicas y loros. (A decir verdad, esta muestra es un argumento poderoso a favor de que la marihuana continúe siendo ilegal.)
En el norte de California, un productor y activista llamado Tim Blake está sentando las bases para un futuro más legal. Uno de los emprendimientos que encabeza es un grupo que se llama Cooperativa Agrícola de Mendocino, una asociación de productores locales cuyo objetivo sería crear una comunidad dedicada al cultivo orgánico, sustentable y certificado de marihuana, comprometida con las implicancias ambientales de su actividad agrícola; básicamente: los macrobióticos de la industria del porro. La escasez de agua, por ejemplo, es un gran problema en toda California, y a veces los que cultivan ilegalmente son atrapados robando agua de ríos públicos como el Eel; de manera análoga, los cultivos de interiores en gran escala producen grandes emisiones de carbono. Blake cree que los pequeños productores de marihuana van a sobrevivir y medrar en un mundo en que las pequeñas cervecerías han encontrado un nicho en un mercado dominado por Budweiser, ofreciéndoles su producto a una elite de conocedores.
Con la actual moda del movimiento slow food y la fetichización de todo lo que va de las carnicerías artesanales a los “agricultores estrellas de rock”, no resulta sorprendente que Blake y sus amigos quieran que se tome en serio lo que hacen. “¿Los que cultivamos acá?”, introduce. “Somos la oveja negra de nuestras familias. Los tipos que nunca han podido obtener el reconocimiento que tiene la gente que se dedica a hacer vinos. Y estamos cansados de eso.”
Por lo general, las cepas de marihuana son bautizadas por sus creadores, quienes les venden su “genética” a productores como Tobias a cambio de un precio que va de los 5 a los 100 dólares por bolsa de semillas; una cepa que se pone de moda, por ejemplo por haber ganado la Copa Cannabis en Amsterdam, en consecuencia aumenta considerablemente de precio. En la Copa Esmeralda de este año se presentaron cien cepas, que un distinguido jurado de ocho miembros se dedicó a catar en un período de apenas unas pocas semanas. (Para ser jurado de la Copa Esmeralda es necesario contar con “al menos una década de experiencia como fumador”; los miembros de este año calcularon que entre todos sumaban 330 años.) Cada participante recibe una calificación del 1 al 10 en varias categorías, como aroma, sabor y efectos. Como era de esperar, la calificación obtenida en este último rubro vale doble. “Es más trabajo de lo que uno podría pensar”, dice uno de los jueces, que se hace llamar Pelusa. Pelusa tiene puesto un chaleco encima de una remera violeta, y usa unas botas de pescador hasta las rodillas; no me explica a qué se debe su apodo, pero seguramente debe tener que ver con esa barba de contrabandista de caricaturas. “Discutimos sutilezas”, describe. “Para referirnos al aroma, hablamos de «nariz». O tal vez decimos que «en boca», tiene «un persistente dejo frutal».”
Blake, el dueño del predio 101 (donde se celebra la Copa Esmeralda), supervisa todo con un aire a la vez relajado y muy intenso. Algo en él hace pensar en una versión saludable de Keith Richards. Sus ojos, oscuros y sinceros, tienden a quedarse mirándote demasiado tiempo, y eso, sumado a la ligera desconexión de la mirada respecto de su sonrisa, le da el aspecto rayano en lo mesiánico propio de un líder sectario. Antes de establecerse en el condado de Mendocino, en el currículum de Blake figuraban una serie infantil de televisión, un sello discográfico independiente de rap y haber trabajado en los efectos especiales de “realidad virtual” de la película El hombre del jardín. También estuvo preso seis meses en los 90 por cultivar marihuana.
Blake me conduce a través de la multitud; en el camino, vemos gente pasarse porros y alargadas pipas de vidrio. En su oficina, un grupito de amigos está cómodamente apoltronado en un sillón. Alguien encendió un vaporizador, que produce un zumbido flatulento. El ganador de este año de la Copa Esmeralda, un tipo de mediana edad y voz suave con una gorrita de Carhartt al que llaman Hawaii Dave, está sentado en una silla al lado de la puerta, disfrutando tímidamente de su momento de gloria. Su cepa ganadora, la Cotton Candy Kush -una variedad extremadamente intensa (te pega en todo el cuerpo) de cannabis índica, con aroma y sabor dulzones-, seguramente se encarecerá una vez que se sepa de su triunfo; en años pasados, los precios de las cepas ganadoras han llegado a aumentar hasta 500 dólares por libra [454 gramos] respecto del precio original.
Otro jurado, que se presenta como Swami, es un tipo menudo con una larga barba blanca, vestido con una túnica blanca, un gorrito tejido, medias futboleras blancas y sandalias Birkenstock. Tiene una sonrisa amable que parece no abandonarlo nunca, a la manera de un gurú que se viera obligado a rebajarse a los planos de conciencia inferiores de la gente común. Swami acepta enseñarme cómo funciona el proceso de calificación. Primero me hace examinar, con un microscopio de joyero, los tricomas cristalinos que hay en un cogollo. Luego me enseña ejercicios de memoria sensorial, haciéndome olfatear un montoncito de marihuana picada en un plato de cartón. Me pregunta si me hace acordar al olor de la cocina de mi mamá o a las axilas roñosas de alguien. Después de armar un fasito, pero antes de encenderlo, Swami me dice que le dé una “seca en seco”, para probar el gusto. “Es como una meditación consciente -dice-, como comer una manzana y sentirle de verdad el gusto a cada bocado.”
Pelusa reconoce que calificar a muchos concursantes en un solo día puede perjudicar a las cepas de efecto más retardado, aunque, agrega, “descubrí que, luego de probar dieciocho cepas diferentes en un día, uno llega a rasgar el velo. Al final, uno es capaz de determinar los efectos con una dosis mínima. «A ver… ésta relaja los músculos.» «Esta es brillante y eléctrica, más bien energizante.»”. Yo corregiría algo, porque luego de probar, una tras otra, las tres cepas que compartieron el podio, “rasgar el velo” no me parece la frase más apropiada. Ahora empiezan a probar los fasitos sin encenderlos. Una mujer del jurado alaba su “delicioso aroma”. “Tiene notas de vainilla”, dice. “Y un dejo de Pinolux.”
Por más facil que Blake y sus amigos lo hagan parecer, hay una dificultad intrínseca en sacar a la luz (natural, no la artificial del invernadero) una cultura clandestina. En Detroit, un productor con un frondoso prontuario delictivo me cuenta: “¿Qué pasa si un pibe decide robarme?”. Tiene unas trescientas plantas en un depósito anónimo en una zona industrial marginal, casi fantasma. “¿Estoy dispuesto a matar a alguien por 200 lucas?”, prosigue, y comienza a acalorarse. “Alguna gente con la que me crié mataría a alguien por 20 lucas. ¿Te das cuenta del dilema al que me enfrento? No quiero tener que matar a un pibe por faso. Pero ¿qué puedo hacer? Si me robás, yo tengo que volver a las andadas.”
En Los Angeles, muchos de los nuevos dispensarios son lugares sórdidos y nocturnos que están a años luz de los negocios boutique de Venice Beach. El valle de San Fernando, en particular, se ha convertido en un hervidero de dispensarios marginales. Sus dueños son rusos, israelíes o pibes de la zona, de veintipico, a quienes sus padres les prestan plata para abrir el negocio. Estos lugares suelen estar en pequeños paseos de compras, y por lo general parecen sex shops con las persianas bajas. Adentro, generalmente no hay más que una pequeña habitación en la que alguien atiende detrás de un mostrador, a veces con un vidrio a prueba de balas. Los “pacientes” son conducidos a través de una serie de puertas de seguridad.
El sheriff del condado de Mendocino, Tom Allman, se ve obligado a lidiar con la consecuencia natural de un mercado negro tan activo: la violencia. La postal del norte de California sigue siendo la de los hippies de Haight-Ashbury que se radicaron allí a fines de los 60 para cultivar marihuana pacíficamente. Pero de hecho, como me dice un ex limpiador, “son hippies que andan de caño”. Allman me cuenta que tiene cinco homicidios sin resolver que tuvieron lugar en los últimos años. El día antes de juntarnos a hablar, sus perros descubrieron el cadáver de Steven Schmidt, de 49 años, en un recóndito jardín de marihuana. Lo habían golpeado repetidamente en la cabeza con un martillo; el residente de la zona Phillip Frase, de 62 años, fue detenido, acusado de ser el autor material del crimen. Frase se declaró inocente. “Fue una transa que salió mal, no hay duda de eso”, dice Allman.
Para aumentar la tensión, es cada vez más fuerte la presencia de los carteles mexicanos, que no quieren renunciar al extremadamente lucrativo negocio de la marihuana, a los que les está resultando más fácil hacer pasar cultivadores a través de la frontera que marihuana en grandes cantidades. En los últimos tiempos, los carteles se han hecho tristemente célebres por instalar plantaciones en tierras públicas, en zonas alejadas dentro de los numerosos parques nacionales que hay en el norte de California. “En la primavera, llegan ilegales con semillas”, cuenta Allman. “En el verano, les mandan comida -no bajan a los pueblos a hacer compras-, y a fin de año, después de la cosecha, les pagan cuarenta o cincuenta mil dólares.” La mayoría de los productores con los que hablé se pusieron nerviosos (y, a decir verdad, un poco más nacionalistas de la cuenta) cuando les pregunté por los carteles, que suelen estar fuertemente armados, y que a menudo protegen con minas sus plantaciones. “Los bosques de esa zona son muy peligrosos. Son leones montaraces, esos mexicanos”, me advirtió un productor, y agregó: “Esos mexicanos te matan sin problemas”.
Incluso si todo le sale bien a un productor del Triángulo Esmeralda -si la cosecha sale buena, si los limpiadores no maltratan sus cogollos, si no lo detienen en una redada ni le roba alguna pandilla armada-, llega un momento en que tienen que lidiar con una última pero crucial cuestión: hacer efectiva la venta. En California, las principales víctimas de la ambigüedad en torno al cultivo y la distribución de marihuana son los productores, quienes deberían ser los mayores beneficiados por el boom del porro; pero, de hecho, pasar marihuana a través de las fronteras estatales, o incluso hacerla llegar a San Francisco o Los Angeles, puede ser una tarea extremadamente peligrosa. La sobreabundancia de marihuana no ha hecho sino agudizar el problema. “Antes, uno podía vender menos cantidad por más plata”, me cuenta Vic Tobias. Pero ahora, los pequeños productores a menudo se ven forzados a asociarse con distribuidores más grandes -intermediarios que cuentan con los medios para transportar la marihuana a las mayores ciudades, donde tienen contactos y clientes- con poder de compra como para bajar los precios. “Es algo típico de Estados Unidos. igual que Walmart”, dice Tobias, sacudiendo la cabeza, irritado. “Siempre las grandes corporaciones compran barato en cantidades enormes. Y siempre los perjudicados son los pequeños productores.”
En 1999, cuando Gary Johnson aún era el gobernador de Nuevo México, le dedicó algún tiempo a estudiar informes en materia de políticas de drogas, concluyó que la evidencia a favor de la despenalización era convincente y anunció públicamente que apoyaba le legalización; inmediatamente, su imagen positiva bajó del 58 al 28 por ciento, casi de la noche a la mañana.
“No es que estuviera ciego. Sabía lo que iba a pasar”, cuenta ahora Johnson. “Pero una cosa es saber qué va a pasar y otra cosa es que pase.” En vez de retractarse o dar explicaciones vacuas, Johnson redobló la apuesta: siguió hablando abiertamente sobre el tema. “Prometí que iba a recorrer cada rincón de Nuevo México para explicarle a la gente de lo que estaba hablando”, dice. “Y al final, dejé mi cargo con un índice de aprobación del 58 por ciento. Creo que éste es un problema de educación.” Luego agrega: “Hay un segmento de la población que está ciento por ciento en contra de legalizar el porro: son los funcionarios votados. Lo que yo le vengo diciendo a la gente es que la legalización es algo bueno. Cuando digo que es algo bueno, quiero decir que es razonable. De verdad creo que, literalmente, un día todos los políticos se van a ir a acostar y cuando se levanten a la mañana van a decir: «Sí, ¿por qué no?». Siempre digo que es un test para constatar el buen funcionamiento del cerebro”.
Ethan Nadelmann es optimista respecto de los cambios que están flotando en el aire. “Lo primero que vamos a ver es una proliferación de gravámenes y regulaciones y de propuestas de despenalización en todo el país”, predice. “Y el tema de la marihuana con fines médicos va a continuar. Nos estamos acercando cada vez más en Illinois, Connecticut, Nueva York. En cualquier estado en que las encuestas den un 50 por cierto a favor de la legalización, van a empezar a aparecer propuestas. Y, finalmente, algunas se van a aprobar.”
Surgen algunos interrogantes legítimos acerca de las ramificaciones sociales de un cambio tan profundo en la política sobre drogas: por ejemplo, la disminución de la estigmatización social que pesa sobre la marihuana, junto con la reducción del precio, podrían producir un aumento significativo en el consumo. Otros expresan sus reservas con algunos argumentos económicos esgrimidos por los partidarios de la legalización, por considerar que tal vez sean exagerados. “Se manejan muchas cifras que están basadas en estimaciones muy dudosas”, advierte Beau Kilmer, el investigador de la corporación RAND. “La verdad es que no sabemos qué va a pasar con los precios luego de la legalización, y no queda claro cuál es la tasa que debería pagar la marihuana.”
Por supuesto, viéndole el lado positivo a la cuestión, podría haber muchas otras fuentes de ingresos, más allá de la venta de marihuana en sí misma. El Triángulo Esmeralda podría explotar el turismo relacionado con el porro, como hacen en el valle de Napa con las bodegas. Y, naturalmente, habría una serie de nuevos y sofisticados vaporizadores y pipas y sedas para cubrir las demandas de un mercado en crecimiento. La empresa británica GW Pharmaceuticals, por ejemplo, ha estado desarrollando un inhalador tipo Ventolín, que regula la dosis exacta de marihuana con fines médicos que uno debiera inhalar. (Uno de los problemas para recetar, incluso si se termina quitando la marihuana de la lista de sustancias controladas, es la dificultad para recetar una dosis específica.) Otro productor con el que hablé me dijo que a un amigo suyo lo fueron a ver de una empresa líder en el mercado de agroquímicos, que está desarrollando una semilla de cannabis que crece en cuarenta días con sólo ocho vasos de agua.
No todo el mundo está tan entusiasmado con la creciente comercialización de la industria de la marihuana, uno de los últimos bastiones que se mantenían al margen de la invasión corporativa. Hace décadas que entre los porreros circula el mito urbano de que las tabacaleras están esperando a que se legalice la marihuana para hacerse inmediatamente con el control del negocio, y de que por este motivo hay espías de Philip Morris rondando ciudades como Garberville, Ukiah y Eureka. Ahora que la legalización parece posible, se acerca el momento en que la paranoia porrera se encontrará finalmente con una realidad viable.
Robert Mikos, el profesor de Vanderbilt, dice que es posible trazar un interesante paralelo histórico con los Estados Unidos luego de la Ley Seca, cuando decenas de miles -quizá cientos de miles- de destilerías ilegales se concentraron para dar origen a la industria licorera que tenemos hoy en día: un puñado de empresas que dominan el mercado de las cervezas y las bebidas espirituosas. Alguna gente afirma que, con la legalización, en California podría tener lugar una consolidación similar, luego de la cual quedaría sólo un puñado de grandes distribuidores de marihuana. “Walgreens no va a vender porro, y Philip Morris no lo va a cultivar”, dice Mikos. “Pero podría aparecer una gran empresa en California que se encargara de eso. Y California, como estado, podría hacer todo lo necesario para fomentar que eso ocurra. Es mucho más fácil regular un producto que venden cuatro empresas que uno que venden miles.”
En el transcurso del año pasado, se sabe que el presidente Obama, a la hora de lidiar con sus problemas con el paquete de estímulo y la creación de puestos de trabajo, estuvo estudiando las políticas implementadas por Franklin Roosevelt durante la Gran Depresión para inspirarse. La revocación de la Ley Seca no suele considerarse una de las medidas de reactivación laboral del New Deal. Sin embargo, ésta tuvo lugar en 1933, cuando el desempleo había trepado casi al 25 por ciento, el punto más alto durante la Depresión. Ciertamente, la revocación tuvo algunas consecuencias económicas positivas. Alfred Vernon Dalrymple, el director de la Nacional Prohibition, que era el zar de las drogas de su época, predijo en la revista Time que la revocación “les devolvería sus trabajos a miles de personas y produciría cientos de miles de dólares en nuevos emprendimientos”. Y el mismo Roosevelt, que en 1937 fue el primer presidente en declarar ilegal la marihuana, argumentó en un discurso de campaña de 1932 en Sea Girt, Nueva Jersey, que “nuestra carga impositiva no sería tan gravosa, ni las formas que ésta asume tan objetables, si una porción razonable de los millones que se destinan a esta equivocación de dimensiones colosales estuviera a disposición del Estado”.
La gente como Tim Blake, que ha estado en las trincheras -o, para ser más precisos, en los viejos jardines de cultivo camuflados en la mitad del bosque-, no duda de que un cambio sustancial, como ningún otro que haya tenido lugar en su vida, es inevitable, y que se encuentra a la vanguardia de una revolución que se está gestando. Imagínense comprar un porro con la misma facilidad con que uno compra un pack de cervezas. Imagínense los chivos encubiertos en canciones de rap. Imagínense las publicidades durante el Super Bowl. “La gente no se va a llenar de plata si se legaliza el porro y entran a terciar los peces gordos”, acepta Blake. “Pero van a poder ganarse la vida. Lo que va a pasar es que si de verdad te gusta cultivar cannabis, vas a poder ganarte la vida haciendo algo que amás. No vas a ganar millones de dólares. Pero hay que tener en cuenta el contexto: el país se está viniendo a pique.” Blake, un sobreviviente autoproclamado, empieza a acalorarse cuando habla al respecto. “La agricultura, la industria, todo aquello que nos caracteriza como país está desapareciendo”, sigue. “Pero nosotros somos afortunados. Tenemos que estar agradecidos.” Me mira fijo por un largo rato, como suele hacer, con una media sonrisa congelada en la cara, y habla como si pudiera ver el futuro. Y es un futuro que le gusta. O a lo mejor simplemente está fumado.
Fuente Rollingstone
One Response
qué bueno qué andaba en el efecto de mi Tratamiento cannábico jajaja si no no me leía todo esto. jajaja 🙂